Suele menospreciarse la traducción como un oficio menor. Un especie de plagio indirecto que además ahora puede procurarnos Google a través del móvil. Nada más lejos de la realidad. Es una tarea muy compleja que requiere mucho tiempo y dedicación. No sólo está mal pagada, sino que a menudo no es remunerada en absoluto. Las editoriales explotan comercialmente unas traducciones cuyo coste ha sido cero e incluso ceden sus derechos a otras que publican los textos indefinidamente, sin tan siquiera informar al traductor.

Afortunadamente hay otras editoriales que sí fijan unos derechos de autor, si se trata por ejemplo de una edición solvente que prestigia su catálogo y entonces destacan el nombre de quien se ha tomado ese oneroso trabajo. Por supuesto, se puede hacer de cualquier manera. No hay más que ver los manuales de instrucciones, que resultan absolutamente incomprensibles porque se traducen con total descuido al estar tan mal gratificadas.

Traducir supone el privilegio de verter al propio idioma textos consagrados como clásicos en uno u otro ámbito..


Una esmerada traducción viene a enriquecer un determinado acervo cultural, puesto que permite acceder a tesoros literarios o filosóficos, por ejemplo, a muchos que no puedan leer la versión original con cierta comodidad. Sin esa transferencia de conocimiento al por mayor entre unas y otras lenguas, casa Idioma sería una especie de islote cultural y sólo podrían visitarlo quienes dominaran el arte de llegar a sus costas.

Por muy bueno que sea el texto en su versión original, una mala traducción puede hacer que se nos caiga de las manos. Las galardonadas traducciones de Isabel García Adánez nos han hecho más accesible a Thomas Mann y nos permiten recrearnos con su lectura, incluso aunque hayamos estudiado la lengua de Goethe. Los centenarios resultan útiles para propiciar nuevas ediciones puestas al día.

Una traducción refinada nunca deja de ser perfectible, pues puede adaptarse al vocabulario y los coloquialismos del momento. Pero jamas dejan de ser útiles. Primero porque habrán cumplido con una función impagable cuando fueron pioneras o únicas. Y además deberán ser tenidas en cuenta por cuantas le sigan.

Hay traducciones de referencia que mantienen su lugar, viéndose asociadas con el texto traducido, aun cuando queden de algún modo superadas por otras posteriores, que normalmente habrán dialogado con ellas. Los matices de un texto clásico pueden ser infinitos y siempre dan lugar a un sinfín de interpretaciones. Las apuestas del traductor por uno u otro término resultan cruciales para los lectores.

Contamos con traductores de lujo. Galdós tradujo a Dickens y, a la inversa, Schopenhauer hizo lo propio con Baltasar Gracián. Por otra parte, un concienzudo traductor profesional como Mario Armiño nos ha legado sus pulcras ediciones de Proust y Rousseau, entre muchas otras. El filósofo Manuel Sacristán tradujo sin desmayo, espoleado por su circunstancia, verbigracia las obras de Marx y los escritos de Heine. Cortázar también se dedicó a traducir y ahí quedaron su Robinson Crusoe y las Memorias de Adriano.

Son legión los autores que tradujo Borges, entre los que se cuentan William Faulkner, André Gide, Hermann Hesse, Franz Kafka, Rudyard Kipling, Edgar Allan Poe, Jack London, H. G. Wells, George Bernard Shaw, Jonathan Swift y Virginia Woolf. Comparto con Borges el parecer de que una traducción muy cuidada puede superar en algún aspecto al original, tal como algunas adoraciones cinematográficas eclipsan su fuente de inspiración.

Eso no quita para que, como también pensaba Borges, una traducción pueda verse revisada por sus propios artífices. Al menos esa mi propia experiencia con la tercera Crítica kantiana, de la que, junto a Salvador Mas, realizamos una nueva versión al cabo de diez años y podríamos repetir el trance, si la edad no lo desaconsejara.

Traducir supone un bonito desafío. Conviene dominar la propia lengua y hallarse familiarizado con quienes uno se propone reducir. No se trata de hacer una fotografía, sino de recrear el texto vertiéndolo a otras coordenadas lingüísticas, pero respetando su espíritu. La literalidad no es el mejor camino. Más bien al contrario. Supone un privilegio verter al propio idioma textos consagrados como clásicos en uno u otro ámbito..

Lejos de rendir culto al traductions littéraires, mas bien deberíamos procurar no traicionar al traductor. Eso impone reconocer un quehacer desacreditado particularmente por quienes no se arriesgan a dar el paso y en cambio se permiten criticar con saña los lugares ajenos. La mejor y más respetuosa de las críticas de brindar una traducción alternativa.